Principio del fin o fin del principio de la COVID

23/12/2020

Jesús María Aranaz Andrés

Jefe de Servicio de Medicina Preventiva y Salud Pública del Hospital Universitario Ramón y Cajal. Profesor Titular de la Universidad Internacional de la Rioja (UNIR).

 

Parece que en España estamos saliendo de la segunda ola de la pandemia COVID-19. Si llegara una tercera ola, coincidiría de pleno con el invierno. ¿Qué recomendaciones tendríamos que seguir para evitar posibles contagios? ¿Son suficientes las medidas que ya están puestas en marcha?

En invierno, el SARS-CoV-2, como cualquier virus respiratorio (gripe por ejemplo), podría incrementar su contagiosidad en parte por la alta concurrencia de personas en espacios cerrados y también por la menor humedad absoluta en esta época. Con los datos disponibles hasta la fecha, parece ser un virus resistente a bajas temperaturas. La ventilación frecuente de espacios cerrados, incluida dentro de las recomendaciones para protegerse de la infección, debería mantenerse también en estos meses para favorecer el recambio del aire y eliminar posibles partículas en suspensión. El uso de calefacciones, a pesar de que el aumento de la temperatura ambiente afectaría de forma negativa a la estabilidad del virus, favorecería, por el contrario, las reuniones personales, por lo que no habría que descuidar el mantenimiento de la distancia interpersonal en espacios cerrados.

Por otra parte, en España no tenemos un clima muy extremo, por lo que se pueden destinar espacios más amplios en el exterior. Las medidas más apoyadas por la evidencia científica siguen siendo evitar y restringir aglomeraciones, distancia entre personas, mascarilla como barrera personal e higiene de manos frecuente, a lo que hay que añadir la vacuna frente a la gripe. Una adaptación del modelo del queso suizo de causalidad de los accidentes permite representar los riesgos a la COVID. Es un modelo utilizado en el análisis y gestión de riesgos, usado en la aviación, la ingeniería y la asistencia sanitaria. En el modelo, las defensas de una organización frente al fracaso se representan como una serie de barreras (rebanadas de queso). Los agujeros en las rebanadas representan las debilidades del sistema. El sistema produce fallos cuando un agujero en cada rebanada se alinea momentáneamente, lo que permite “que el riesgo, al no frenarse, se transforme en daño”.

Modelo Reason Covid

Adaptación del Modelo Reason a la COVID-19

En definitiva, hasta que no dispongamos de la vacuna específica frente a la COVID-19, nuestra conducta será nuestra principal y más efectiva vacuna.

Love is in the air, but… is COVID in the air?

En febrero 2020, al inicio de la pandemia, sabíamos que los virus respiratorios se transmiten por tres vías principalmente: por gotitas respiratorias entre personas que están cercanas; por contacto directo (o a través de objetos o superficies) con esas gotas; y por el aire durante determinados procedimientos médicos “generadores de aerosoles” (al intubar, por ejemplo).

Con el paso de los meses y el aumento de los casos en todo el planeta, se ha confirmado claramente que la mayor parte de los contagios se producen al toser, al estornudar, al respirar cerca de otras personas. Por ello, la distancia entre personas y el uso de las mascarillas han sido los pilares de las medidas de salud pública sin duda. Hasta ahora nuestro modelo sanitario mantenía que eran las partículas mayores de 5 µm (micras), que por su “peso” y su comportamiento al caer se podían impeler a menos de 2 metros. Pero los estudios de aerosoles parecen indicar que son las mayores de 100 µm las “grandes gotas”, las que caen al suelo. Las menores, se podrían mantener en el aire en suspensión sobre todo si son sometidas al movimiento de las corrientes de aire, y en ese supuesto, podrían llegar a más de 2 m de la persona infectada. También ahora entendemos que al hablar emitimos un rango de partículas de diámetros muy variables.

Parece que es posible que se hayan producido casos de contagio entre personas por esta vía, pero en determinadas circunstancias, se han documentado dos brotes que al parecer han tenido este mecanismo de transmisión con aparentemente plausibilidad (en una fábrica de procesado de carne y en un autobús). Parece que se detecta presencia de virus en zonas alejadas de los pacientes en hospitales, y parece, aunque por el momento no hay suficientes estudios, que en algunos casos podría haber incluso presencia en esos puntos de virus viable.

¿Cuál es el contexto de las principales técnicas microbiológicas en el diagnóstico de la COVID-19? ¿Tienen la misma utilidad las pruebas PCR que los antígenos?

Por el momento podemos decir que no tienen la misma utilidad, y efectivamente será el contexto quien determine cuál es la prueba más adecuada. No es lo mismo el cribado masivo de la población asintomática que el diagnóstico Clinico en una persona con síntomas.

A fecha de hoy, la reacción en cadena de la polimerasa con transcriptasa inversa (RT-PCR), es el Gold Standard para la detección de infección activa por SARS-CoV-2, dado que los síntomas pueden ser comunes a los ocasionados por otros virus. Pero como la RT-PCR es una prueba que requiere entre 4 y 6 horas, y su coste no es despreciable, parece razonable buscar alternativas más rápidas y económicas.

Los ámbitos en las cuáles los tests de antígenos van a resultar más eficaces son en aquellos en las que no es posible realizar la PCR o se necesita un resultado rápido para la toma de decisiones clínicas (aislamientos, hospitalización, inicio de tratamiento específico). Los tests de antígenos tienen utilidad en sujetos sintomáticos, y han de hacerse dentro de los 5 días desde el comienzo de los síntomas. Por otra parte, estas pruebas pueden dar falsos positivos y negativos, por lo que deberá elegirse con cuidado el entorno en el que puedan ser más útiles y ser interpretado su resultado teniendo en cuenta la información clínica del paciente y la prevalencia de la infección en el ámbito de actuación.

Por ello, las nuevas recomendaciones de la UE (2020/1743 de 18 de noviembre), que parten de que las pruebas rápidas de antígenos disponibles, tienen una sensibilidad inferior a las pruebas de la RT-PCR, aunque son más sencillos de procesar, aconsejan utilizar pruebas rápidas de antígenos que tengan un funcionamiento aceptable, es decir, una sensibilidad ≥80 % y una especificidad ≥97 %.

Así mismo, en situaciones de alta prevalencia o con una capacidad diagnóstica limitada de realizar pruebas de la RT-PCR para detectar a las personas con un alto potencial de transmisión, pueden utilizarse las pruebas rápidas de antígenos para las determinaciones periódicas que se realizan al personal sanitario, al personal sociosanitario,  personal de  instituciones cerradas (centros penitenciarios, centros de internamiento y otras infraestructuras de acogida de inmigrantes y peticionarios de asilo), y a otros trabajadores de sectores afectados (plantas cárnicas, mataderos, etc.), manteniéndose la recomendación de realizar una prueba de PCR si los resultados de las pruebas de antígenos son negativos para valorar la posibilidad de que se tratara de un falso negativo.

¿Qué criterios habría que utilizar para priorizar los grupos de población en la estrategia de vacunación COVID-19?

La estrategia de vacunación priorizando grupos de población debe depender, idealmente, de la efectividad de la misma a medio-largo plazo y del número de vacunas disponibles. Si una vacuna frente al Sars-CoV-2 demostrara efectividad a largo plazo, la estrategia más útil, en mi opinión, sería vacunar a la población general en edad laboral (entre 18-65 años), por ser la población activa, y que más se mueve e interactúa en la sociedad. El objetivo de esta estrategia sería disminuir al máximo la circulación del virus en el menor tiempo posible, protegiendo de forma secundaria a los colectivos de riesgo y vulnerables. Lógicamente, debería acompañarse de otras iniciativas y medidas higiénico-sociales ya mencionadas, hasta asegurar que se ha vacunado a un porcentaje adecuado de la población, que permita frenar la circulación viral. Sin embargo, esta estrategia solo funcionaría si la efectividad de la vacuna durara el tiempo suficiente para lograr sus objetivos, puesto que, si la inmunidad decayera drásticamente, en unos meses, por ejemplo, nunca se llegaría al objetivo de frenar la circulación del virus en la comunidad. Esta estrategia, por otra parte, podría ser tremendamente efectiva si se lograra vacunar a un gran porcentaje de la población en un corto periodo de tiempo, lo cual sería difícil si no hubiera un gran stock de vacunas disponible.

Debido a la urgencia de tener una vacuna disponible en el menor tiempo posible, la efectividad a medio-largo plazo de las vacunas no se puede asegurar. Además, la disponibilidad de las vacunas es muy posible que sea gradual. En estas circunstancias, la estrategia más efectiva sería vacunar a población de riesgo por un lado (mayores, pluritológicos, en definitiva, personas vulnerables), y a grupos estratégicos de población por otro (profesionales sanitarios, sociosanitarios). Esta estrategia presentaría una ventaja clara, al ser grupos de población más reducidos, se conseguiría una protección más rápida de los grupos vulnerables. Sin embargo, llevaría más tiempo lograr frenar la circulación del virus entre la población, puesto que la población activa sin patologías de riesgo sería vacunada en un segundo o tercer tiempo.

En definitiva, la primera consideración giraría en torno a la efectividad y seguridad de la vacuna. Por ello, sería necesario analizar en qué población con carácter general se prevén más beneficios individuales y comunitarios. La segunda variable en la ecuación es la bioética, una decisión de este tipo tiene connotaciones éticas complejas que deben llevar a la sinergia de distintas sensibilidades y visiones del riesgo, que habría que conjugar con la aplicación del principio de justicia (utilidad social, solidaridad interedades, etc.). En cualquier caso, es un debate que debería hacerse con sosiego y sobre todo en base a los criterios éticos de “No maleficencia”, “Beneficencia” y “Justicia”.

¿La COVID-19 ha cambiado la práctica clínica?

La pregunta es tan atractiva como difícil la respuesta. Si en las Ciencias de la Salud en general y en la Medicina en particular nos movemos habitualmente en un marco de incertidumbre, cuando aparece una enfermedad nueva, la incertidumbre, que condiciona variabilidad en la práctica clínica, se amplifica. Además, todos los profesionales sanitarios vuelcan sus esfuerzos en hacer frente a este nuevo coronavirus. La máxima prioridad de los sanitarios es atajar la crisis que está provocando el virus a nivel mundial. Pero ¿y el resto de los enfermos y sus enfermedades? ¿Han desaparecido por arte de magia?

El colapso de los hospitales y centros de salud ha provocado una disminución de la actividad en las distintas especialidades. Y en ese contexto debemos preguntarnos ¿cuál es el coste de oportunidad sanitario asociado a esta realidad? Estamos tan centrados en la pandemia, que ni lo tenemos, ni probablemente podamos tener cuantificado. Cuando actualicemos el patrón epidemiológico post COVID, tendremos una realidad sanitaria bien distinta.  Esta reorganización asistencial centrada casi en tu totalidad en la COVID podría estar teniendo ya consecuencias devastadoras en la atención neurológica urgente y el tratamiento adecuado en las Unidades de Ictus, por poner un ejemplo.

El año 2020 será recordado por la pandemia ocasionada por el coronavirus SARS-CoV-2, responsable de más de 10 millones de casos y más de 500.000 muertes solo en la primera mitad del año, que recibió una atención política y social sin precedentes.